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  • Foto del escritorEilyn Lombard

Diario de las estaciones: Ay Cienfuegos



mis amigas me han dicho que tienen depresión, y ansiedad. las amigas de mi hija mayor tienen depresión, y ansiedad. tienen que tomar pastillas para dormir, para vivir.

a veces no hay. además, las pastillas las hacen engordar, llorar, sentir miedo.



yo no sabía si me deprimía, no sé. recuerdo tardes largas como si lloviera, escribiendo en mi diario o leyendo historias de mujeres suicidas. las leía para estar cerca de ellas, para no pensar en mi suicidio, porque podía repetir el de ellas una y otra vez. también, porque sabía que, si seguía sus pasos, ellas se alejarían, que la única manera de retenerlas era esperar, leer, seguir.


quiero acompañar a mis amigas, pero quién soy yo para salvarlas. ellas miran cómo un lugar, donde el tiempo y la miseria se habían detenido, comienza a moverse. en una dirección inalcanzable. ellas comprenden que tienen que seguir, pero no saben cómo, o no pueden. ¿cómo cambiar la superficie de una vida, o casa, o país? ¿con qué recursos? una de mis amigas abandonó todo hace años, se abandonó a sí misma y solo ha dejado su risa inmensa, su bondad, para sobrevivir. confiaba en el amor, esperaba un viaje que aún no llega. tiene un hijo, que crece, que aún la salva, en silencio. otra piensa en irse, irse, irse. su primer libro no ha bastado para retenerla o alejarla de la tristeza infinita y el miedo.


yo no soy quién para salvarlas. una vez intenté dar a otra una pequeña lección, recordarle no creer en ídolos mal amasados por el poder. ella no me entendió, y luego decidió repetir movimientos ajenos, envolverse en telas de colores la cabeza, sin saber que robaba y burlaba saberes que no podrían pertenecerle… esas distancias tejidas por una distancia que no es física, sino de lecturas que se bifurcan, señales del tiempo que se perciben diferente. sin embargo, preferimos no vernos. rehuir el abrazo, el café, de las amigas que dejaron de serlo, para admitir que no soy nadie, y que tampoco es nada la ciudad donde fuimos una vez.


la ciudad que no existe solo pude reconocerla en las calles que caminaba, las grietas que saltaba diciendo uuuno dooos, unodos, un juego que me inventé para llegar feliz a la escuela. Ay Cienfuegos. las mismas caras, sentadas en las mismas esquinas, más viejas, más tristes. supe el vacío de reconocer la ciudad como reconocería el cuerpo de un amante del pasado, advirtiéndolo cercalejos, ajenísimo. así los bares, la música. y alguna sorpresa: el reconocimiento de afinidades políticas y poéticas, de promesas.


la ciudad que no existe estuvo llena de amigas, de recuerdos. pero esta vez la miré como a través de velos rotos. la máscara, la máscara, a excepción de unos cuantos abrazos y tragos de nombre aparentemente ruso.


pienso, pensaré en mis amigas aplastadas por una ciudad ridícula, por la infamia de una construcción del cuerpo y el ser en la que apenas pudieron encontrarse a sí mismas, porque tampoco pudo la ciudad, o el país. no hay pastillas para no morir. recuerdo que sobreviví al coqueteo con la muerte, al abandono de mí, al miedo a los otros. durante este viaje aprendí nombres de pastillas que nadie encuentra, y supe que mi abrazo solo serviría para postergar el deseo de nada, aligerar la risa unos minutos.

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